Oficialmente adulto

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Es como una especie de peso. Una almohada alargada, como una serpiente, sobre los hombros. Con los años es más difícil de llevar, cada cierto tiempo se transforma, es una cosa muy antropomórfica, muy incómoda cuando siente que se hace vieja. Cuando llegan los treinta años, dice Samuel, es como si todo se volviera más aburrido, todo va cuesta abajo, dejas de ser joven.
(Suena un silbato en una cancha de fútbol)
¡Despierta! ¡Ya tienes 30 años!
Hubiera querido despertarse en otra ciudad. Tal vez vivir otra vida.

***

Yo tenía un amigo en la primaria. Se llamaba Samuel. Samuel soñaba mucho y a mí me gustaba estar con él porque era como distinto, y sus viejos tenían una onda más moderna que los míos, que eran más bien conservadores y rígidos. La pasaba bien en su casa, jugábamos play station o super nintendo y nos alegrábamos de que a veces apareciera Perú en la lista de los países para escoger. A veces nos quedábamos horas esperando las 11 de la noche cuando pasaban los programas para adultos en Uranio 15.

En todo caso, esa era la hora para mí de volver a casa. Normalmente mi mamá y mi abuela seguían viendo la novela y yo me escurría tranquilo hacía mi habitación. Tendría 11 o 12 años. Samuel soñaba mucho. Me hablaba de las grandes ciudades de Europa y Estados Unidos,  que tendríamos que irnos de este barrio algún, de este pueblo horrible, para poder hacer lo que queremos con nuestra vidas.

-¿Pero qué queremos hacer con nuestras vidas, Samuel?

-Queremos jugar fútbol, Santiago.

-¿Pero a dónde nos vamos a ir?

Samuel y Santiago jugaron fútbol de niños pero nunca más se volvieron a ver

Pero yo era un negado para el fútbol. En el colegio a veces podía ir al arco, o me tiraban a jugar al medio del campo, pero fui un negado absoluto para la pelotita. Me esforzaba, resondraba, me barria si era necesario, pero había que lidiar con ese fracaso. Con Samuel, en cambio, era diferente: era alto, corpulento y, aunque teníamos la misma edad, tenía mejor porte que yo y no paraba de hacer goles, todos los años era elegido el mejor jugador de los torneros, todas las chicas del colegio se morían por él. Por eso me gustaba siempre estar con Samuel, me parecía un amigo genial e inteligente.

Pero un día Samuel se fue a Estados Unidos. Creo que fue antes de que cumpliéramos 16 años. Su mudanza fue tan repentina que ni nos despedimos. Le dieron la visa a sus papás, que querían escapar de la crisis de los noventa, de la dictadura, su papá era empresario, era una familia de plata, nadie se explicaba por qué vivían en La Perla. Mi amigo se fue para siempre y me quedé solo en la cuadra.

***

(Suena un un silbato en una cancha de fútbol)

Pero lo que te quería contar, Samuel, pasó unos años después de que desaparecieras. A Inicios del 2007. El Perú ya había salido de la dictadura, Fujimori y Montesinos estaban en la cárcel, y a mí me chupaba un huevo todo. Había perdido a mi mejor amigo y con él se habían ido todas mis motivaciones para irme algún día del barrio, para cambiar mi futuro, nada me satisfacía, y tenía que escoger entre ser mediocre  o ser un estúpido. Creo que ser mediocre es peor porque este no quiere cambiar, aunque sabe que tiene que hacerlo, y el estúpido simplemente no se da cuenta de nada.

¿Qué es peor, Samuel, ser mediocre o ser estúpido?

Y entonces te vi, Samuel, te vi en el Metro de la avenida La Marina. Yo iba caminando a la Universidad, recién había ingresado a la Católica, y te vi rapado, flaco, solo, no llevabas la pelota en tu zurda, no usabas más el pelo largo como Kurt Cobain, más bien llevabas un uniforme de policía, comprabas leche y pañales, esperabas el vuelto de la cajera, y quise saludarte pero, ¿para qué?, ya había pasado mucho tiempo, ya nuestra amistad la habíamos enterrado, ya todos nuestros sueños los habíamos olvidado.

¡Despierta, Samuel! ¡Tienes 30 años!

Y tu hijo tiene 10.

La habitación del pasado

Cuando papá llegaba ebrio a casa, ya teníamos un protocolo bien definido.  No era necesario que mamá dijera palabra alguna. Bastaba que nos mirara con sus asustados ojos café y sabíamos bien qué hacer: cerrar la puerta de la habitación con seguro y no salir, sin importar lo que escucháramos. Esto último nos lo había repetido cientos de veces, algunas con voz temblorosa, otras con sus ojos húmedos.

Con el tiempo, el protocolo de mamá quedó obsoleto. Probablemente por la curiosidad de la adolescencia, decidimos añadir los headphones al sistema.  Siempre deseé que la pequeña Mary hubiese podido entrar a ese refugio en donde la música sonaba suficientemente alta como para lograr callar al mundo entero, pero yo era demasiado cobarde como para abrirle la puerta a alguien más. Yo también tenía miedo.

A pesar de todo, creo que las cosas funcionaron bien. Yo pude escapar de allí, empujada por el tiempo, y no volví hasta cuando tuvimos que despedir para siempre a la pequeña Mary. Incluso a los veinte años, ella siguió siendo pequeña para este mundo. Y así se quedaría para siempre, de veinte años y con la chompa que le tejió mamá.

De alguna forma, Mary también logró escapar.

***

Después de la tragedia, empecé a visitar a mamá más seguido. Era un buen pretexto para escapar de la rutina de mi hogar. Sabía que se sentía sola, tan sola como yo (a pesar de un esposo y dos hijos). Y ella sabía bien que al lado de papá siempre se sentiría sola. A veces la soledad es más costumbre que decisión.

En algunas ocasiones, mis visitas coincidían con alguna reunión social en nuestra vieja casa. Todo empezaba con muchas risas e historias, pero siempre terminaban con la tristeza de tres almas solitarias asustadas por sus propios demonios. Al final solo quedábamos mamá, papá, yo y la ausencia de Mary, mirándonos desde las docenas de retratos que mamá había colocado en la mesita de centro de la sala. Como para no olvidar que ella siempre estuvo al centro de todo. Tan silenciosa, tan pequeña, tan ausente.

Luego de esas reuniones, papá siempre terminaba igual de ebrio. Eso no había cambiado en absoluto. Él y mamá eran como una foto con muchos años encima: un poco desgastada por el tiempo, pero siempre la misma imagen triste.

***

En esos momentos, veo a papá sentado en la sala, viejo y solitario. Pidiendo compañía, pero es mejor así. Él tiene derecho a olvidar.
Mamá aun camina nerviosa por la cocina, rogando que esa noche termine y que el miedo -que ella asocia con el aroma a alcohol- la abandone.

A estas alturas de mi vida, yo ya no entiendo el miedo de mamá,  pero, incluso sin importar lo trágica que puede parecerme la escena, le sigo la corriente: Porque el miedo es como la oscuridad, asusta más cuando estás solo.

Entonces, sigilosamente caminamos hasta mi habitación, la de siempre, solo que sin Mary. Esta vez la niña pequeña es mi madre y yo le repito lo que ella me enseñó de niña. Pero le añado algo de mi estilo optimista, diciéndole que no pasara nada. Somos dos mujeres adultas, y papá ya solo es un viejo miedo. Ella me sonríe temerosa e incrédula. Cerramos la puerta, apagamos la luz. Solo por costumbre, nos echamos en la misma cama. Si el miedo nos encuentra, que nos encuentre juntas.

Esta vez, soy yo quien la abraza, mientras ella me pregunta, susurrando, por los niños y mi esposo. Me pide que los traiga en la siguiente visita. Yo le miento…

…las verdades asustan y entristecen. Así que por esta noche, las verdades de ayer que me persiguieron hasta hoy, se volverán mentiras, suaves e inocentes. Solo por esta noche. Porque cuando yo regrese a casa, y encierre a mis niños en su habitación, imaginaré que mamá y Mary también están en esa habitación.

Encerraré a todos los que amo en esa habitación, para que no huyan de mí, para que nadie les haga daño. Los encerraré a todos en la misma habitación. Al salir, yo tendré mucho que ocultarles. Pero me guardaré para mí, una historia bonita sobre el dolor, y quizás, una crónica triste sobre el amor que nació en esta habitación.

Coma tecnológico

Cada seis minutos mira su celular.
No importa si se está comiendo un arroz con leche, o viendo alguna comedia con Ben Stiller: cada seis minutos mira su celular.
No se da cuenta, no espera nada en particular, ni un correo laboral o alguna noticia que cambie su vida: cada seis minutos mira su celular, le da una vuelta al Facebook, arriba, abajo, nadie le ha escrito, ¿por qué nadie me ha escrito?, qué aburrido el puto Facebook, todos reniegan, todos opinan, y luego se sumerge en el Instagram, se mete a ver las historias de 30 segundos que suceden en tiempo real en todo el mundo, y allí ve a los pocos amigos que le quedan del colegio y hasta a Kim Kardashian. 

Cuando va al baño, es imposible que lo haga sin su celular. Tiene que mirar su pantalla, tiene que leer algo que le ayude a digerir los miles de contenidos a los que se expone a diario. ¿Postverdad? Qué concepto de mierda. ¿Cuándo ha sido ‘la época de la verdad’, para hoy vivir en la ‘postverdad’? ¿De dónde ha salido este intento de concepto? Que, para colmo de males, defiende la idea de que hoy todo es mentira, todo es propaganda. El mundo siempre ha sido así, solo que ahora lo vemos todo distorsionado en esta diminuta pantalla, todo es un puto vértigo. Lo que sí es nuevo es nuestra ingenuidad, nuestro crecimiento como robots adictos al consumo de lo estúpido.

Nuevamente pasan los seis minutos, y nuevamente mira su celular.
Ahora ve una fotografía. Qué linda ella en la playa.
(siempre le pareció que ella tenía algo de pájaro, las cejas, la boca)
-Nunca le hablaste en tu vida, baboso.
Pero ahí le queda su celular pues, al menos para verla de tanto en tanto.

La nostalgia de Estambul

Cuando pienso en Lima, la palabra caos es la primera que aparece en mi mente. No me alegra que una connotación negativa sea la que me relaciona con mi ciudad. Pero gracias a Ohran Pamuk (premio nobel de literatura 2006) y su libro ‘Estambul: ciudad y recuerdos’ he podido darle la vuelta a esta idea a través de una pregunta: ¿qué representa la palabra caos para los limeños?

El caos empieza en la confusión y puede ser una fuente de amargura o tristeza. Y esta diferencia de conceptos/emociones la explica Pamuk cuando camina por la derruida Estambul, viendo restos del Imperio Otomano conviviendo en la vida urbana, y piensa: ¿cómo puede ver belleza en una ciudad tan destruida? Y para responder esto el escritor turco se pregunta: ¿de qué manera los valores naturales y los placeres de una ciudad se vinculan con el interior de sus habitantes?

Para esta idea, Orhan Pamuk mira a la Estambul de sus recuerdos y y rememora sus paseos en el Bósforo, los restos de basura y frutas en la calle; a las bellas mujeres que pasean con velo y vergonzosas entre la gente; a las madres jóvenes que caminan a duras penas tirando de tres niños; a los vendedores de roscas de pan, a médicos, abogados y maestros con sus mujeres y niños…

Entonces, si pensamos Lima bajo estos códigos (y podemos poner por un momento de lado la destrucción política, si eso es posible), pienso en los ceviches del mercado de Jesus María, las palomas en el museo Larco de Pueblo Libre, la brisa de La Punta, los chaufas de la avenida Aviación, el color del malecón de Barranco en verano, el gris fresco de la avenida Salaverry en otoño… y todo eso, todo eso es bello.

Según Pamuk, podríamos sentirnos orgullosos de esa melancolía de Lima, aunque yo le diría a Pamuk: a veces es muy difícil disfrutar de estas cosas de la ciudad cuando se piensa en la criminalidad que nos agobia a todo nivel.

Y tal vez aquí radica el origen de la amargura de la Lima moderna: todos nos sentimos tristes por el destino inevitable de la ciudad.

Lima es como una ventana llena de vaho.

Ohran Pamuk te ayuda a amarla desde allí.

Ficha:

Autor: Ohran Pamuk

Libro: “Estambul: ciudad y recuerdos”

Año: 2003

Idioma original: turco

Edición recomendada en español: Editorial Circulo de lectores