La habitación del pasado

Cuando papá llegaba ebrio a casa, ya teníamos un protocolo bien definido.  No era necesario que mamá dijera palabra alguna. Bastaba que nos mirara con sus asustados ojos café y sabíamos bien qué hacer: cerrar la puerta de la habitación con seguro y no salir, sin importar lo que escucháramos. Esto último nos lo había repetido cientos de veces, algunas con voz temblorosa, otras con sus ojos húmedos.

Con el tiempo, el protocolo de mamá quedó obsoleto. Probablemente por la curiosidad de la adolescencia, decidimos añadir los headphones al sistema.  Siempre deseé que la pequeña Mary hubiese podido entrar a ese refugio en donde la música sonaba suficientemente alta como para lograr callar al mundo entero, pero yo era demasiado cobarde como para abrirle la puerta a alguien más. Yo también tenía miedo.

A pesar de todo, creo que las cosas funcionaron bien. Yo pude escapar de allí, empujada por el tiempo, y no volví hasta cuando tuvimos que despedir para siempre a la pequeña Mary. Incluso a los veinte años, ella siguió siendo pequeña para este mundo. Y así se quedaría para siempre, de veinte años y con la chompa que le tejió mamá.

De alguna forma, Mary también logró escapar.

***

Después de la tragedia, empecé a visitar a mamá más seguido. Era un buen pretexto para escapar de la rutina de mi hogar. Sabía que se sentía sola, tan sola como yo (a pesar de un esposo y dos hijos). Y ella sabía bien que al lado de papá siempre se sentiría sola. A veces la soledad es más costumbre que decisión.

En algunas ocasiones, mis visitas coincidían con alguna reunión social en nuestra vieja casa. Todo empezaba con muchas risas e historias, pero siempre terminaban con la tristeza de tres almas solitarias asustadas por sus propios demonios. Al final solo quedábamos mamá, papá, yo y la ausencia de Mary, mirándonos desde las docenas de retratos que mamá había colocado en la mesita de centro de la sala. Como para no olvidar que ella siempre estuvo al centro de todo. Tan silenciosa, tan pequeña, tan ausente.

Luego de esas reuniones, papá siempre terminaba igual de ebrio. Eso no había cambiado en absoluto. Él y mamá eran como una foto con muchos años encima: un poco desgastada por el tiempo, pero siempre la misma imagen triste.

***

En esos momentos, veo a papá sentado en la sala, viejo y solitario. Pidiendo compañía, pero es mejor así. Él tiene derecho a olvidar.
Mamá aun camina nerviosa por la cocina, rogando que esa noche termine y que el miedo -que ella asocia con el aroma a alcohol- la abandone.

A estas alturas de mi vida, yo ya no entiendo el miedo de mamá,  pero, incluso sin importar lo trágica que puede parecerme la escena, le sigo la corriente: Porque el miedo es como la oscuridad, asusta más cuando estás solo.

Entonces, sigilosamente caminamos hasta mi habitación, la de siempre, solo que sin Mary. Esta vez la niña pequeña es mi madre y yo le repito lo que ella me enseñó de niña. Pero le añado algo de mi estilo optimista, diciéndole que no pasara nada. Somos dos mujeres adultas, y papá ya solo es un viejo miedo. Ella me sonríe temerosa e incrédula. Cerramos la puerta, apagamos la luz. Solo por costumbre, nos echamos en la misma cama. Si el miedo nos encuentra, que nos encuentre juntas.

Esta vez, soy yo quien la abraza, mientras ella me pregunta, susurrando, por los niños y mi esposo. Me pide que los traiga en la siguiente visita. Yo le miento…

…las verdades asustan y entristecen. Así que por esta noche, las verdades de ayer que me persiguieron hasta hoy, se volverán mentiras, suaves e inocentes. Solo por esta noche. Porque cuando yo regrese a casa, y encierre a mis niños en su habitación, imaginaré que mamá y Mary también están en esa habitación.

Encerraré a todos los que amo en esa habitación, para que no huyan de mí, para que nadie les haga daño. Los encerraré a todos en la misma habitación. Al salir, yo tendré mucho que ocultarles. Pero me guardaré para mí, una historia bonita sobre el dolor, y quizás, una crónica triste sobre el amor que nació en esta habitación.